Joaquín Ignacio Mogaburu[1]
Introducción
Ante el auge de las fake news, la democratización del acceso a la información y la comisión de delitos a través de los medios de prensa modernos, se impone un replanteo acerca de los límites de la libertad de expresión.
En este trabajo se exponen críticamente los estándares sobre censura previa delineados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), que si bien con una finalidad tuitiva innegable, implicaron la obturación de cualquier intervención anticipada a la difusión de información, sin discriminar su procedencia (administrativa, legislativa o judicial), en una adscripción irreflexiva al modelo anglosajón de responsabilidades ulteriores.
Tras enunciar aquellos estándares se hará foco en su impacto directo sobre los delitos de opinión, y en particular los crímenes de odio y de instigación al terrorismo, cuya gravedad es innegable, y cuyo tratamiento merece una especial cautela en la búsqueda de un equilibrio que no anule las prerrogativas en juego.
- Libertad de expresión y censura previa
- El derecho anglosajón y la prior restraint doctrine
El marco de referencia obligado para estudiar esta cuestión lo encontramos en las diez primeras enmiendas de la Constitución de Estados Unidos, conocidas como la Carta de Derechos (Bill of Rights), que fueron aprobadas el 15 de diciembre de 1791. La primera de ellas prohibía al Congreso dictar leyes por las que se adoptara “una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente”, o “que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios».
Como puede advertirse esta Enmienda protege los derechos a la libertad de religión y a la libertad de expresión sin interferencia del gobierno, incluyendo en el segundo de ellos la libertad de palabra, de prensa, de reunión y de petición. La Suprema Corte estadounidense también reconoció que el gobierno puede prohibir toda expresión que altere la paz o provoque violencia; sin perjuicio de lo cual, históricamente se interpretó como principal consecuencia de este derecho la absoluta y acrítica prohibición de la censura previa, aunque se reconocieron responsabilidades ulteriores.
El origen de esta tajante división entre las libertades referidas a la prensa antes y después de su publicación se la debemos al inglés William Blackstone, y se explican en su contexto histórico (1723-1780)[2]. La regla propuesta por este célebre jurista fue denominada tendencia nociva, y disponía que, si bien la libertad de prensa no admite restricciones previas, su ejercicio no exime de responsabilidad jurídica cuando lo que se publica es impropio, perverso o ilegal, configurando un riesgo o lesión para la subsistencia de la paz, el orden público, la religión o la seguridad gubernamental.
Dicho de otro modo, su propuesta consistía en que la prensa sólo es susceptible de responsabilidad (civil o penal) una vez ocasionado el daño, pero bajo ningún aspecto resultaba admisible una restricción previa a esa publicación. De allí que se haya denominado a dicha postura prior restraint doctrine.
En la jurisprudencia de la Supreme Court se ve plasmada dicha doctrina y en verdad han sido pocos los casos en que ha admitido excepciones, como por ejemplo en Near vs. Minnesota (1931) donde sostuvo que “la libertad de expresión y de prensa no es un derecho absoluto”[3], y que por tanto, si bien las restricciones previas cargan con una pesada presunción de inconstitucionalidad, nada indica que en casos excepcionales puedan prosperar, incluso algunas de naturaleza administrativa.
Surge razonable esta pequeña ventana que abrió el tribunal pues una adscripción ciega a los postulados de Blackstone conduciría a posiciones dogmáticas e infundadas cuando están en juego otros derechos fundamentales o bienes jurídicos indiscutibles, sobre todo en comunidades mucho más complejas que las imaginadas por el inglés del siglo XVIII. En palabras de Nathan Roscoe Pound, la doctrina de las restricciones previas “va demasiado lejos en denegar al Derecho todo poder de restricción antes de la publicación”[4]; pues, según paradoja denunciada por Zechariah Chafee, a principios de la década de 1940, la aplicación de esta doctrina “no dejaría al gobierno impedir a un periódico publicar las fechas de salida de transportes o el número de tropas en un sector. Impediría remover un póster indecente de una cartelera”, a partir de lo cual aseveró que “la definición blackstoniana da una protección verdaderamente inadecuada a la libertad de expresión”[5].
- Un aporte interesante del derecho español
Resulta muy interesante el desarrollo que ha tenido en España el tratamiento de esta cuestión. Vale recordar, en primer término que es el artículo 20 de la Constitución Española (CE) el que reconoce el catálogo de derechos en torno a la libertad de expresión, enunciando que “el ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa” (apartado 2); sin perjuicio de lo cual también se admite que esas libertades tienen límites “en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia” (apartado 4).
De modo que para el jurista español resulta difícil sostener la doctrina de las restricciones previas sin cortapisas, máxime si se tiene presente la doctrina judicial del Tribunal Constitucional (TC) sobre la materia. En particular merece recordarse el precedente STC 187/1999[6], en el que el TC delineó los alcances del concepto de censura previa y cuya vigencia no ha sido puesta en tela de juicio. En lo pertinente, se había puesto en cuestión la potestad judicial de dictar medidas cautelares consistentes en la prohibición de emitir un programa de televisión y de requerir las grabaciones y las cuñas publicitarias del mismo; en cuanto habría afectado la libertad de expresión, y en concreto, la prohibición de censura previa, de raigambre constitucional.
En una elocuente síntesis el TC concluye, sobre el punto, que la disposición constitucional (prohibición de censura previa) se configura como una garantía frente al legislador para evitar que al amparo de las reservas de ley en materia de derechos fundamentales “pudiera tener la tentación de someter su ejercicio y disfrute a cualesquiera autorizaciones” (FJ 5, párrafo 3); y, por otra parte, que procura “prevenir que el poder público pierda su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre garantizado constitucionalmente” (FJ 5, párrafo 4). Por eso explica con acierto que:
[…] el rigor de la prohibición se dirige en principio con toda su intensidad a la tradicionalmente denominada censura “gubernativa” y no a la posibilidad de que un Juez o Tribunal, debidamente habilitado por la ley, adopte ciertas medidas restrictivas del ejercicio de las libertades de expresión e información […] Las propias cualidades de la función jurisdiccional, que constitucionalmente desempeñan quienes componen el Poder Judicial, y el hecho mismo de ser los principales garantes de los derechos fundamentales de los individuos (art. 53.2 y art. 117.4 C.E.), cierra la posibilidad de que la Ley o, en su caso, los propios Jueces y Tribunales en ausencia o al margen de ley puedan someter a previa autorización judicial el ejercicio de tales libertades, esto es, imponer cualesquiera limitaciones preventivas de su ejercicio con carácter permanente, y respondiendo a criterios de oportunidad, constitutivas —ésas sí— de “censura previa” en su más evidente manifestación (FJ 5, párrafo 5).
De este modo, además de marcar un rumbo que hasta ahora se ha mantenido incólume, compendió la jurisprudencia anterior sobre la materia, y preparó la posterior, para legitimar las siguientes intervenciones: la prohibición por parte del servicio público de correos de denegar su acceso para la distribución de revistas pornográficas (STC 52/1995, FJ 2); el control interno de la empresa periodística respecto a la que el periodista puede invocar la cláusula de conciencia (STC 199/1999, FJ 3); la actividad privada de autorregulación de los medios (SSTC 176/1995, FJ 6]; y 187/1999, FJ 5); la presión de los ciudadanos o grupos de ellos para evitar la publicación de un contenido (SSTC 176/1995, FJ 6; y 187/1999, FJ 5); y el derecho de veto de los directores de un medio de comunicación —previsto en la Ley 14/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta— (SSTC 171/1990, FJ 5; 172/1990, FJ 5; 187/1999, FJ 5; y 161/2004, FJ 4)[7].
- El Derecho internacional de los Derechos Humanos y la censura previa
- Los principales documentos en juego
Los tratados internacionales de protección de Derechos Humanos –tanto universales como regionales– se han encargado de tutelar la libertad de prensa, sin perjuicio de lo cual ninguno la entiende un derecho absoluto, sino sujeto a regulación, como los demás.
Así, la Declaración Universal de los Derechos Humanos lo protege en su artículo 19, pero también prevé en su artículo 28, empero, que “en el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley […] y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”.
En el continente europeo, el TEDH explicó en los casos del Observer, el Guardian y el Sunday Times contra el Reino Unido, que la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática, y que su tutela es especialmente importante cuando está involucrada la prensa, porque debe poder jugar su vital rol de custodio, ya que le incumbe difundir informaciones e ideas sobre asuntos de interés público, dado que el público tiene derecho a recibirlas[8].
Y, particularmente sobre la censura previa, se expidió en el caso Wingrove, también contra el Reino Unido, en el que aplicando la doctrina del margen de apreciación nacional, justificó la tipificación del delito de blasfemia, y, en consecuencia, la no autorización de un video, en atención a la intensidad de la profanación de las convicciones religiosas[9].
Desde las costas occidentales del Atlántico, la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH, Pacto de San José de Costa Rica) también tutela el derecho en juego y si bien a primera vista podría ocasionarnos algún problema de interpretación (en atención a la adopción del concepto blackstoniano de la libertad de prensa, explicado más arriba), merece la pena traer a colación.
El artículo 13 aborda la libertad de pensamiento y de expresión y sus últimos párrafos son los que aquí interesan:
«[…] 2. El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:
- a) El respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o
- b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
- No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares […]
- Los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inciso 2».
Hay autores que han entendido que la disímil jurisprudencia del TEDH y la Corte IDH obedece a las diferentes redacciones de los tratados regionales, destacando que el CEDH permitiría de modo explícito diferentes actitudes por parte de los Estados. Así, se enfatizó el segundo inciso del artículo 10 que prevé como excepción la sujeción de los mensajes a la posibilidad de “formalidades, restricciones o sanciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática” en pos de la preservación de otros bienes jurídicos, en la medida en que se satisfagan los principios o requisitos de legalidad, fin legítimo y necesidad en una sociedad democrática. Previsiones que la CADH no realiza y que solamente permitiría la aplicación de responsabilidades ulteriores[10]. Con todo, como veremos más adelante, el articulado de la CADH y el juego armónico de los derechos en aparente pugna, a nuestro entender, también hubieran permitido una decisión más razonable y menos dogmática de la cuestión por parte de la Corte IDH, pues en rigor no es la CADH la que obtura el reconocimiento de la tutela judicial efectiva, sino la interpretación realizada por el tribunal. A este asunto se dedica el próximo apartado.
- La interpretación de la censura previa según la Corte IDH
Una interpretación literal del artículo 13 CADH nos impelería a considerar que según el sistema regional se encuentra vedada toda intervención previa a una publicación, incluso ante un daño grave e inminente. Debemos aclarar, empero, en consonancia con lo ya dicho respecto a la Primera Enmienda, que la exégesis adecuada debe tener en cuenta el contexto histórico en que se dictó, a la par que el sistema legal al que pertenece.
No obstante, la Corte IDH, por cierto más activista que su par europea, ha sostenido desde antaño que se encuentra prohibida cualquier clase de censura previa a una publicación, al entender –como intérprete final de la Convención, en su Opinión Consultiva 5/85–, que “[…] la prohibición de la censura previa […] es siempre incompatible con la plena vigencia de los derechos enumerados por el artículo 13, salvo las excepciones contempladas en el inciso 4 referentes a espectáculos públicos, incluso si se trata supuestamente de prevenir por ese medio un abuso eventual de la libertad de expresión”. Allí mismo dispuso que “en esta materia toda medida preventiva significa, inevitablemente, el menoscabo de la libertad garantizada por la Convención”[11].
Por si quedaban dudas, en un caso contencioso donde se discutían los alcances de este derecho (el de la película La última tentación de Cristo, muy similar a Wingrove del TEDH) volvió a afirmar que “cualquier medida preventiva implica el menoscabo a la libertad de pensamiento y de expresión”[12], tesis que fue confirmada también en los casos Ivcher Bronstein y Herrera Ulloa.
Asimismo, y sin perjuicio de su carácter cuasijurisdiccional, el otro órgano del sistema regional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), adoptó la misma tesitura en el caso Martorell explicando que la prohibición de la censura se realiza, sin importar la forma en que se efectivice, con lo cual abarca también la censura judicial, que está muchas veces dirigida a tutelar con eficacia otro derecho fundamental; y solo puede restringirse a través de responsabilidad ulterior[13].
Sin embargo, también se ha extendido el aura de protección para las responsabilidades ulteriores, indicando ciertos requisitos insoslayables, a saber: a) la existencia de causales de responsabilidad previamente establecidas; b) la definición expresa y taxativa de esas causales por la ley; c) la legitimidad de los fines perseguidos al establecerlas y d) que esas causales de responsabilidad sean «necesarias para asegurar» los mencionados fines[14]. Dichos fines, por otra parte, ya están señalados por la Convención. De esta forma, la responsabilidad ulterior sólo procederá si, estando fijada por la ley, resulta necesaria para asegurar: a) el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o b) la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas[15]. Pero se añadirá posteriormente (en otro caso) que “entre varias opciones para alcanzar ese objetivo, debe escogerse aquella que restrinja en menor escala el derecho protegido”[16]. En conclusión, “la restricción debe ser proporcional al interés que la justifica y ajustarse estrechamente al logro de ese legítimo objetivo, interfiriendo en la menor medida posible en el efectivo ejercicio del derecho a la libertad de pensamiento y de expresión”[17].
He aquí los principales estándares que ha elaborado en materia de censura previa el sistema interamericano de protección de los DDHH, los cuales no tienen trascendencia exclusiva al caso concreto, sino que tienen efectos para todos los Estados parte, a partir de la doctrina del control de convencionalidad, según la cual el Poder Judicial (y en verdad, toda autoridad estatal) debe ejercer un control entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la CADH, para lo cual debe tenerse en cuenta “no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana”[18].
III. Censura previa y absolutización del derecho
- Consecuencias de la adopción acrítica de las restricciones previas
Tras analizar los estándares propiciados en el sistema interamericano sobre censura previa, cabe destacar que el principal problema radica en el dogmatismo con el que se sostiene la imposibilidad absoluta de intervención estatal a los medios de comunicación, sin discriminar el órgano interviniente y sin dilucidar los derechos en peligro y una correcta ponderación entre ellos.
En este sentido, la principal falencia que se advierte en dicha postura radica en el hecho de que soslaya el artículo 25 de la misma Convención (que protege la tutela judicial efectiva: “derecho a un recurso sencillo y rápido […] ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales”), además del resto de los derechos reconocidos en el Pacto, de modo que se determina la preeminencia del derecho a la libertad de expresión ante cualquier otro derecho, sin posibilidad de ponderación o mensuración en el caso concreto. Circunstancia que adquiere especial relevancia, como se verá en el próximo apartado, cuando involucra la permisión de los discursos de odio y la imposibilidad de lograr su prohibición, pese a sus perversos efectos.
Que Blackstone haya sido tajante en su defensa de la doctrina de las restricciones previas, tiene explicación en el contexto histórico y jurídico en el que vivió, pero que hoy día se cierre la discusión ante un tema tan candente, no resulta razonable en términos de justicia. Al menos habría correspondido una distinción entre las diferentes clases de censura, pues no resulta igual la censura previa administrativa (sistema de licencias destinado a regular el contenido de las publicaciones que se divulgan) o legislativa, que la tutela judicial en un caso concreto y ante un peligro inminente a un derecho fundamental reconocido en la misma Convención (que, en sentido técnico, no sería propiamente censura).
En síntesis, sin intentarse apología alguna a la censura en su concepción histórica –cuyo rechazo resulta base fundante y fundamental de nuestra democracia– es del caso poner en evidencia, simplemente, una postura extrema adoptada en el sistema interamericano que en vez de significar un avance en la tutela de los derechos humanos, no hace más que entorpecer su progresividad.
Por eso se precisó más arriba el precedente del TC español sobre la materia, que con pertinencia logra matizar esta prohibición que parece absoluta, definiendo lo que denomina censura gubernamental y explicitando contextualmente en qué consiste esta interdicción. También desde la doctrina se han realizado aportes que procuran eludir la distinción tajante entre restricción previa o responsabilidades ulteriores, para centrarse en el derecho o bien jurídico de relevancia que se intenta proteger. En este sentido, autores como Fernando Toller reconocen que incluso las expresiones que poseen protección constitucional pueden ser impedidas en forma preventiva y por orden judicial, si de ese modo se evita la producción de daños graves e irreparables (a derechos fundamentales o a importantes bienes públicos) que luego tendrán que ser subsanados. Tesis que encuentra su apoyatura en el principio de tutela judicial efectiva, en su faz preventiva, reconocido en el artículo 25 de la CADH[19].
- Libertad de prensa y delitos de opinión
Lo primero que debe subrayarse es que en materia de libertad de prensa rige (tanto para restricciones previas cuanto para sanciones ulteriores civiles o penales) el principio de intervención mínima, precisamente porque la libertad de expresión constituye uno de los pilares esenciales de una sociedad democrática. Y por eso debe favorecerse y no entorpecerse el genuino debate en el mercado de ideas (según célebre metáfora acuñada por John Stuart Mill en su On Liberty de 1859 –marketplace of ideas– y popularizada por el juez Oliver Wendell Holmes), y como su corolario deben tolerarse expresiones o discursos que incluso puedan sonar desagradables, en la medida en que no impliquen una incitación al odio o a la violencia (cfr. doctrina estadounidense de las fighting words[20]). Sirva de ejemplo, en el derecho estadounidense, el test de la incitación, consagrado en el polémico caso Brandenburg vs. Ohio[21], en el que el tribunal supremo reconoció que hay algunas formas de expresión que podrían legalmente prohibirse bajo la Primera Enmienda (pese a que en el caso no la avaló), cuando las expresiones “incitan a una acción ilegal inminente”, consagrando así un test actualmente en vigor, con tres elementos a constatar: la intención, la inminencia y la probabilidad.
Ello obedece a que, precisamente, la imposición de un pensamiento único configura la antítesis de este derecho fundamental. Se impone, en esta línea, considerar con extrema cautela todo intento por cancelar las opiniones disidentes, incluso cuando se estudian conductas que prima facie puedan resultar contracorriente, pues como bien lo ha advertido el TEDH al referirse a los delitos de discursos de odio, deben interpretarse “estrictamente las disposiciones legales pertinentes para evitar una interferencia excesiva” en la libertad de expresión, sobre todo cuando éste pueda ser usado como una excusa para reprimir manifestaciones de crítica contra el gobierno o sus instituciones, o sus políticas[22].
Es lo que acaece, según la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) con algunas de las disposiciones de la ley venezolana «Contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia», vigente desde el 10 de noviembre de 2017. Si bien su objetivo legítimo se encuentra en promover la diversidad, la tolerancia y erradicar toda forma de odio, discriminación y violencia por motivos discriminatorios y preservar la paz y la tranquilidad pública, según la Relatoría Especial el encargado del Poder Ejecutivo, había declarado expresamente antes de su aprobación que su objetivo era “contrarrestar la campaña de odio, terror y violencia que ha sido promovida por los sectores extremistas de la oposición”. En concreto, el organismo de la CIDH le reprochó: a) el uso de figuras vagas y sanciones exorbitantes e imprescriptibles para penalizar expresiones de interés público, enunciándolas con el eufemístico mote de “promoción o incitación al odio”; b) la imposición de gravosas obligaciones a todos los medios de comunicación, entre ellas la supresión y retiro de información de interés público; c) la amplia posibilidad otorgada al Estado de utilizar los medios de comunicación e imponer contenidos[23].
Con la misma cautela se ha manejado el Tribunal Constitucional español al expedirse sobre un tema tan delicado como el delito de negacionismo y su capacidad para obstruir legislativamente la libertad de expresión. Afirmó, sobre el punto que no toda negación de un genocidio persigue objetivamente la creación de un clima social de hostilidad y que “una finalidad meramente preventiva o de aseguramiento no puede justificar constitucionalmente una restricción tan radical de estas libertades”[24][25].
Cierto es, también, que existen límites a este mercado de ideas y ellos están marcados (vale continuar con la metáfora de Mill) por evitar y castigar aquellas conductas que atacan directamente esta feria y al consorcio social en el que se emplaza este intercambio intelectual. De allí que tradicionalmente se haya tipificado la instigación a cometer crímenes y, al mismo tiempo, la apología o defensa de esos crímenes. En esta evolución normativa también se han ensayado más modernamente respuestas punitivas a los ataques a ciertos grupos en situación de riesgo histórico o estructural de violencia, procurando garantizar la igualdad de derechos.
En el sistema interamericano, distante dichosamente de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se ha recurrido a esta herramienta, en especial al estudiar casos de victimización de personas LGBTI, considerándose que, a la luz de los principios generales de la interpretación de los tratados, la “apología del odio” dirigida contra las personas sobre la base de su orientación sexual, identidad de género o diversidad corporal, es sancionable penalmente cuando constituya incitación a la violencia o a “cualquier otra acción ilegal” semejante[26].
Sin embargo, la interpretación tan dogmática que ha sostenido en materia de censura previa la Corte IDH –exégeta última de la CADH– ha obturado la posibilidad de admitir o reconocer que en algunos casos una tutela judicial efectiva puede constituir, en circunstancias excepcionales, un remedio eficaz y adecuado para garantizar los derechos humanos contra delitos que con el disfraz de la libertad de expresión constituyen crímenes que se cometen a través de la prensa. Por supuesto, cabe insistir, siempre que se cumplan los requisitos de extrema gravedad y urgencia, peligro en la demora y que sea resuelto en sede judicial con todas las garantías del debido proceso.
- Algunas propuestas para resolver la tensión
La perplejidad generada por la jurisprudencia de la Corte IDH y la tensión existente entre censura previa y delitos de opinión (especialmente los delitos de odio) ha sido abordada, entre otros, por Víctor Abramovich[27]. Si bien estudia el problema de un modo más amplio al aquí propuesto (es decir, va más allá de la discusión sobre la posibilidad o no de censura previa en esta clase de delitos), resulta de especial interés por una doble vía: a) por un lado, pues propone una solución macro que coadyuvaría a resolver el dilema; b) y por otro, pues recoge la distinción tripartita de discursos sobre los que la intensidad de la intervención estatal se justifica con una armonización tanto del derecho a la libertad de expresión cuanto a la prohibición de discriminación.
En cuanto a la primera cuestión, propone, de forma preliminar, que la evolución del concepto de igualdad ha determinado una nueva conceptualización del derecho a la expresión. Así, identifica, a partir del estudio del sistema interamericano, tres grandes fundamentos de la libertad de expresión: a) la protección del derecho de autonomía individual; b) la protección del funcionamiento de la democracia y los procesos de autogobierno colectivo; y c) la garantía para el ejercicio de otros derechos, como la protección judicial o la participación política. A renglón seguido toma distancia de lo que denomina “concepción clásica de la libertad de expresión”, que enfatiza el primer fundamento (autonomía), y para la cual “la libertad de expresión funciona como una suerte de coraza protectora frente a la acción estatal”. Adscribe, por el contrario, a una concepción de libertad de expresión que titula igualitaria, según la cual el énfasis debe colocarse en garantizar “un debate público robusto y sin distorsiones significativas”, donde “cobra centralidad el análisis del papel de los poderes fácticos y económicos concentrados, su capacidad de determinar el ingreso a la esfera pública, de influir en aspectos de la agenda y de los actores de la comunicación social, amplificando algunas voces y enmudeciendo a otras”. Si bien reconoce que la intervención estatal “puede obturar el debate libre de ideas y opiniones y se justifica imponerle límites y resguardos, por ejemplo para que no reprima el discurso político disidente”, funda dicha intervención en que “en ocasiones, ante el papel hegemónico de algunos jugadores privados del ecosistema de la comunicación, la acción distributiva de los Estados contribuye a asegurar la discusión equilibrada y el pluralismo informativo a través de la inclusión de sectores y perspectivas sistemáticamente silenciadas”.
Concluye de forma apoteótica: “Ante estructuras desiguales de comunicación el Estado puede ser un amigo de la libertad de expresión”[28]. Sostiene entonces que en ocasiones el Estado estaría obligado a actuar para revertir injusticias expresivas o políticas y por eso la agenda propuesta incluye temas relevantes como: las regulaciones sobre la concentración de propiedad de medios, las políticas para cerrar las brechas de acceso a internet y a las tecnologías de la información y las políticas sobre medios públicos y comunitarios. En lo que aquí atañe, formula que esa concepción igualitaria de la libertad de expresión es la que promueve “mecanismos regulatorios, prohibiciones y sistemas de observación y de responsabilización ante expresiones de odio y discriminatorias” (p. 34).
En definitiva, su propuesta global consiste en adoptar una nueva concepción de la libertad de expresión, ya no clásica, sino igualitaria, bajo cuya perspectiva “la preservación de una esfera pública integra, plural y heterogénea requerirá estrategias para desmontar estereotipos y segregaciones en los procesos comunicativos” (p. 35).
Si bien las intenciones del autor son encomiables, resulta difícil compartir in totum su propuesta pues de algún modo lo que subyace en el planteo sería una restricción de la libertad de expresión bajo pretexto de su protección de un modo más amplio y pleno.
La segunda propuesta de Abramovich guarda relación con la justificación de la intervención estatal en razón del tipo de discursos de los que se trate, a saber: el discurso no protegido y el discurso especialmente protegido, en los extremos y, el discurso protegido en el medio de los anteriores[29]. En lo que aquí interesa, identifica los discursos especialmente protegidos como aquellos vinculados con las críticas al gobierno y a los funcionarios públicos, y respecto de los cuales la intervención estatal no está permitida o debería ser “mínima, excepcional y basada en los mecanismos de responsabilidad posterior al acto expresivo”[30]; mientras que por discurso no protegido entiende aquel que por su contenido debe ser prohibido legalmente, y por ende no se encuentra amparado por el sistema de garantías del artículo 13 de la CADH, de modo que sobre ese tipo de discursos los Estados tendrían amplias facultades de intervención, reconociéndose incluso en doctrina, excepcionalmente, mecanismos limitados de censura o de restricción de circulación de información.
El autor adscribe a esta posibilidad (aun admitiendo sólidos argumentos por parte de los detractores) sobre todo en cuanto se procure “evitar la materialización de riesgos particularizados, claros e inminentes de violencia” (pp. 38-39), pues se trata, nada menos que de discursos de odio en sentido estricto, expresiones que conllevan “un peligro claro, actual y particularizado, pues están en condiciones de determinar comportamientos violentos inminentes, o un clima ostensible de hostigamiento, o de persecución en perjuicio de un determinado sector de la población” (p. 40).
Esta segunda arista resulta también elocuente pero aún queda sin resolver la condena absoluta de la censura previa por parte de la Corte IDH, a quien el mismo Abramovich cita para elaborar su postura. En esa inteligencia, si siguiéramos la postura enunciada por el tribunal regional en materia de censura previa (ver apartado II.2) tampoco se podría prohibir la publicación de un periódico o un programa de televisión cuando se sepa fehacientemente que vulnerará derechos de otras personas o incluso de la comunidad toda o un grupo especialmente vulnerable (principal afectado por los delitos de odio e instigación al terrorismo).
Por eso resulta importante enfatizar aquí que la discusión no debería recaer sobre el tiempo en que procede la intervención estatal sobre una comunicación o publicación, sino sobre el fondo de la cuestión y una debida ponderación judicial de los derechos aparentemente en pugna. Y de allí la vigencia del precedente del TC analizado más arriba[31] (apartado I.2) en el que se delinearon con soltura los estándares sobre estas cuestión y que podría servir de ejemplo para el tribunal interamericano. Máxime cuando la CADH no solamente regula la libertad de expresión (artículo 13) sino también la protección judicial efectiva de los derechos fundamentales (artículo 25), que aplica a las personas individuales pero también a los grupos intermedios, particularmente a aquellos en situación de riesgo histórico o estructural de violencia.
Con todo, su aplicación mediante de la doctrina del control de convencionalidad, nos proponemos impedir alguna publicación que incite al odio, nos veríamos compelidos a esperar que el agravio se constituya y recién entonces accionar cuando el daño ya esté consumado. De allí la importancia de insistir en que el foco no está en la estigmatización de la censura previa, sino en comprender que la tutela judicial efectiva también debe ponderarse ante casos excepcionales como los planteados en este apartado.
A modo de conclusión
En virtud de lo expuesto, se desprende que la clave para identificar la legitimidad de la regulación de la libertad de prensa no está dada por un criterio cronológico (su habilitación para recibir castigos posteriores pero su absoluta prohibición con anterioridad de la publicación), sino por la sustancia de la información y el daño que puede ocasionar. Es decir, el problema no es el tiempo, sino el derecho que se intenta proteger.
La absolutización propuesta por la Corte IDH en orden a la censura previa tiene mayor relevancia cuando se estudian temas tan urticantes como los discursos de odio, pero a semejantes consecuencias debería arribarse si se trata de otros derechos en juego, en la medida en que no constituyan expresiones especialmente protegidas que imponen un escrutinio más estricto. No parece razonable el tener que tolerar de forma impasible que se vulneren derechos a la espera de ulteriores consecuencias, cuando cautelarmente podría hacerse valer y evitar en justicia y razonablemente este agravio.
Queda claro la censura política o gubernamental (proveniente tanto del Poder Ejecutivo cuanto del Legislativo) se encuentra vedada por todos los documentos de derechos humanos. Sin embargo, cuando se procura evitar un daño grave e irreparable a derechos fundamentales o a importantes bienes públicos, no caben dudas de que corresponde al juez resolver en el caso concreto la legitimidad de una restricción de publicar.
Sin embargo, también ofrecen serios reparos aquellas propuestas (referidas a lo largo de este trabajo) que intentan ver en un mayor intervencionismo estatal (político y legislativo) la solución al dilema entre los crímenes de odio y la libertad de expresión, y por ello enfatizamos que el control debe recaer exclusivamente en la jurisdicción, llamado por antonomasia a proteger los derechos y zanjar los conflictos de intereses en cada caso concreto.
[1] Secretario del Tribunal Oral en lo Criminal Federal nº 7. Profesor asistente en la asignatura Derechos Humanos y miembro del Centro de Investigaciones del Sistema Interamericano de DDHH en la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina.
[2] Sus Commentaries on the Laws of England fueron publicados entre 1765 y 1769.
[3] Supreme Court of Justice (Scotus), Near vs. Minnesota, 283 U.S. 697, 708 (1931).
[4] Pound, Nathan Roscoe,”Equitable Relief Against Defamation and Injuries to Personality”, en: Harvard Law Review, 29, 1916, pp. 640 y 651; en: Toller, Fernando, “Una distinción honrada por el tiempo; revisión crítica de la diferenciación entre restricciones previas y responsabilidades ulteriores en el ámbito de la libertad de expresión” en Jurisprudencia Argentina, cita online: 0003/013516.
[5] Chafee, Zechariah (h). Free Speech in the United States, Harvard University Press (reimpresión de 1954), Cambridge (Mass.), 1941, p. 10, en: Toller, F., fop. cit.
[6] TC (Sala Segunda). Sentencia nº 187/1999 de 25 de octubre. Recurso de amparo 601/94 y 640/94 (acumulados). En concreto, se había prohibido en sede judicial la transmisión del programa La Máquina de la Verdad de la cadena de televisión Telecinco en el que la señora de la Vera se proponía narrar intimidades de la famosa familia para la que trabajaba como niñera. Las ideas que se ventilarían allí ya habían sido publicadas en una revista y habían originado una denuncia por la presunta perpetración de los delitos de injurias y calumnias.
[7] Un análisis pormenorizado sobre los estándares del TC en materia de censura previa puede encontrarse en: García Morales, María Jesús, “La prohibición de la censura previa en la era digital” en: Teoría y Realidad Constitucional, núm. 31, 2013, pp. 237-276.
[8] TEDH. Observer and Guardian v. United Kingdom (1991) § 59; Sunday Times v. United Kingdom (1991), § 50. Ambos del 26 de noviembre de 1991.
[9] TEDH. Wingrove v. United Kingdom, 25 de noviembre de 1996, § 53. El Sr. Wingrove había presentado al British Board of Film Classification, con la finalidad de obtener el certificado que permitiera que el vídeo fuera vendido, alquilado o suministrado al público en general, un vídeo titulado Vissions of Ectassy, en el que centrándose en la figura de Santa Teresa de Jesús ponía el énfasis en la conexión entre el éxtasis religioso y la pasión sexual. El organismo británico denegó el permiso en la inteligencia de que el material vulneraba la ley sobre la blasfemia de dicho país. En el mismo sentido se resolvieron los casos del TEDH: Otto-Preminger-Institur vs. Austria, de 20 de noviembre de 1994 y Muller vs. Suiza, de 24 de mayo de 1998.
[10] Cfr. Loreti, Damián/Lozano, Luis, “La tensión entre la libertad de expresión y la protección contra la discriminación; incidencia de las regulaciones sobre censura previa” en: AAVV, El límite democrático de las expresiones de odio; principios constitucionales, modelos regulatorios y políticas públicas, Teseo, Bs. As., 2021, pp. 131-132.
[11] Corte IDH. Opinión Consultiva 5/85. La colegiación obligatoria de periodistas (Arts. 13 y 29 Convención Americana sobre Derechos Humanos). Serie A No. 5, 13 de noviembre de 1985, § 38. El resaltado no está en el original. El inciso 4º establece: “Los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inciso 2”.
[12] Corte IDH. Caso La última tentación de Cristo (Olmedo Bustos y otros) vs. Chile. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 5 de febrero de 2001. Serie C No. 73.
[13] Comisión IDH. Caso 11.230, Martorell vs. Chile, Informe nº 11/96, § 58 y 59.
[14] Corte IDH, OC-5/85, § 39.
[15] CADH, art. 13, inc. 2, in fine. La CIDH señaló que “hay tres mecanismos alternativos mediante los cuales se pueden imponer restricciones al ejercicio de la libertad de expresión: las responsabilidades ulteriores, la regulación del acceso de los menores a los espectáculos públicos y la obligación de impedir la apología del odio religioso” (Corte IDH. Caso La Última Tentación de Cristo, 5 de febrero de 2001, § 61, inc. d.)
[16] Corte IDH. Caso Palamara Iribarne vs. Chile. Sentencia de 22 de noviembre de 2005, § 85.
[17] Ibidem.
[18] Corte IDH. Almonacid Arellano vs. Chile, de 26 de septiembre de 2006, § 124. Dicha doctrina que obligaba en primer lugar a los jueces, fue ampliada en el caso Gelman vs. Uruguay (2011) para incluir a todas las autoridades públicas.
[19] Al respecto, véase: Toller, Fernando, El formalismo en la libertad de expresión, Marcial Pons, Bs. As., 2011; y Toller, F., “Una distinción honrada por el tiempo; revisión crítica de la diferenciación entre restricciones previas y responsabilidades ulteriores en el ámbito de la libertad de expresión” en Jurisprudencia Argentina, cita online: 0003/013516. De hecho, su tesis doctoral versó sobre esta cuestión: Derecho a la tutela judicial y libertad de prensa; Estudio comparado de la prevención judicial de daños derivados de informaciones, Facultad de Derecho de la Universidad de Navarra, Pamplona, 1997.
[20] Scotus, Chaplinsky vs. New Hampshire, 315 U.S. 568 (1942).
[21] SCOTUS, Brandenburg vs. Ohio, 395 U.S. 444 (1969).
[22] TEDH (sec. 3.ª) Caso Stomakhin vs. Rusia, de 9 de mayo de 2018, § 117 y TEDH (sec. 3ª), Caso Stern Taulats y Roura Capellera vs. España, de 13 de marzo de 2018.
[23] CIDH, Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, Comunicado de prensa R179/2017, 10 de noviembre de 2017, disponible en: https://www.oas.org/es/cidh/expresion/showarticle.asp?artID=1082&lID=2.
[24] STC 235/2007, de 7 de noviembre, FJ 8, con citas de STC 199/1987, de 16 de diciembre, FJ 12.
[25] Cabe precisar, sin embargo, que la jurisprudencia más reciente del TC se ha alejado de la caracterización allí propuesta para propender a eliminar el requisito de “incitación directa a la violencia” (característico del derecho estadounidense, como se vio más arriba) como constitutivo del discurso de odio (STC 35/2020, de 25 de febrero). Para un análisis crítico sobre la sentencia véase: Teruel Lozano, Germán, “La jurisprudencia del Tribunal Constitucional ante los delitos de opinión que castigan discursos extremos: comentario a la STC 35/2020 y más allá” en: TRC, nº 47, 2021, pp. 411-436, donde se reprocha al TC entre otras cuestiones, la banalización del concepto y su identificación con la mera manifestación general de hostilidad, en contraposición con la tendencia actual del TEDH.
[26] A modo ilustrativo: CIDH, Violencia contra Personas Lesbianas, Gay, Bisexuales, Trans e Intersex en América, 2015.
[27] Miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos entre los años 2006 y 2009 (su vicepresidente en el período 2008-2009); actual Procurador Fiscal ante la CSJN. El artículo de referencia: Abramovich, Víctor, “Dilemas jurídicos en la restricción de los discursos de odio” en: AAVV, El límite democrático de las expresiones de odio; principios constitucionales, modelos regulatorios y políticas públicas, Teseo, Bs. As., 2021, pp. 17-57.
[28] Con citas de: Fiss, Owen Libertad de expresión y estructura social, Fontamara, México, 1997.
[29] Para ello toma la clasificación compendiada en: Relatoría Especial para la Libertad de Expresión CIDH-OEA (RELE-OEA), Marco jurídico interamericano sobre el derecho a la libertad de expresión, 2009.
[30] Al respecto resulta muy interesante el análisis que realiza sobre las reglas a aplicar en situaciones paradójicas como aquellas donde existen expresiones discriminatorias pero emitidas en el marco de discursos especialmente protegidos, tales como las críticas políticas, electorales, los debates con funcionarios o sobre cualquier otro asunto de interés general.
[31] STC, 187/1999, de 25 de octubre.